El estacionamiento subterráneo del World Trade Center era un laberinto de concreto y sombras.
El aire olía a humedad y a gases de escape.
Miguel esperaba junto a un pilar, el pequeño USB pesando en su bolsillo como si fuera un bloque de plomo. Cada sombra, cada eco, lo hacía sobresaltarse.
Adrián Leyva apareció de la nada, caminando rápidamente desde el otro extremo del estacionamiento. Su rostro estaba tenso, sus ojos se movían nerviosamente de un lado a otro.
—¿Lo tienes? —siseó, sin preámbulos.
Miguel asintió, sacando el dispositivo con una mano temblorosa.
—El dinero primero.
Adrián sacó un sobre grueso de su chaqueta y se lo arrojó. Miguel lo abrió. Dentro, había una tarjeta de débito de un banco suizo y un papel con un número de cuenta y una contraseña.
—El resto se transferirá cuando ella lo tenga.
Miguel le entregó el USB. Sus dedos apenas se rozaron.
Adrián lo agarró y se dio la vuelta, desapareciendo en las sombras tan rápido como había llegado.
Corrió a su pequeño y desordenado apartamento en la colonia Narvarte. El lugar apestaba a café rancio y a desesperación.
Conectó el USB a su computadora portátil con manos febriles.
Pasó las siguientes dos horas verificando el código.
Sus conocimientos, aunque buenos, eran limitados. No era un arquitecto de sistemas. Era un ingeniero de aplicaciones.
El código compiló a la perfección. Ejecutó una serie de diagnósticos básicos. Todo parecía auténtico. Funcional. Brillante.
No detectó ninguna de las trampas. No vio la bomba de tiempo lógica oculta en las profundidades del núcleo. No vio la marca de agua criptográfica.
Una sonrisa de triunfo se extendió por su rostro demacrado.
Lo había conseguido.
Llamó a Valeria. Su voz era un susurro triunfante.
—Lo tengo.
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