El auditorio explotó.
No con aplausos, sino con el rugido caótico de la prensa.
Los periodistas se abalanzaron hacia el escenario como una jauría de lobos, gritando preguntas, sus voces superponiéndose en un estruendo incomprensible.
—¡Señorita Campos, es cierto que robó el código!
—¡Señor Alcázar, sabía usted que la tecnología era robada!
—¡Estaba usted involucrado en el fraude!
Alejandro reaccionó por puro instinto. Subió al escenario de un salto, agarró a una Valeria catatónica del brazo y trató de abrirse paso entre la multitud.
Estaban rodeados. Los flashes de las cámaras eran como explosiones de granadas, cegándolos, desorientándolos.
La seguridad del Consorcio finalmente intervino, formando una cuña humana, empujando a los periodistas, creando un pasillo estrecho para que pudieran escapar por una puerta lateral.
El rostro de Alejandro era una máscara de furia helada.
El de Valeria era de pánico absoluto.
En el coche, de vuelta a la mansión, el silencio era más ruidoso que los gritos.
Alejandro conducía con una velocidad temeraria, sus nudillos blancos sobre el volante de cuero. Su mirada estaba fija en la carretera, su mandíbula tan apretada que parecía que iba a romperse.
Valeria comenzó a temblar. Pequeños sollozos espasmódicos escapaban de sus labios.
Finalmente, el dique se rompió.
—¡Nos tendieron una trampa! —sollozó, su voz era un hilo agudo de histeria—. ¡Fue Camila! ¡Ella lo planeó todo!
Alejandro no la miró. No la consoló.
—¡Sabía que teníamos el código y nos dejó presentarlo! ¡Fue deliberado! ¡Quería humillarnos! ¡Es una bruja!
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