La gran sala de juntas del Consorcio Alcázar, normalmente un centro de poder vibrante, se sentía como una capilla funeraria.
El aire era denso, pesado. El silencio era casi total, roto solo por el suave murmullo del sistema de aire acondicionado.
Alejandro estaba sentado a la cabecera de la larga mesa de obsidiana, pero ya no la presidía. Era un rey destronado, esperando su sentencia.
A sus flancos, su padre, Armando, y su abuela, Doña Elvira, se sentaban erguidos e inmóviles, sus rostros eran máscaras de una severidad implacable.
El resto de la junta directiva, hombres que durante años habían seguido cada una de sus órdenes sin dudar, ahora evitaban su mirada.
Fernando Beltrán estaba entre ellos, su rostro era una mezcla de lástima y una resolución sombría.
Armando Alcázar se puso de pie. No miró a su hijo. Se dirigió a la junta.
Colocó un informe encuadernado en la mesa frente a cada miembro.
—Caballeros. El informe que tienen delante detalla el alcance del desastre.
Su voz era tranquila, desprovista de emoción, lo que la hacía aún más devastadora.
—Hemos cuantificado una pérdida inicial de cuatrocientos millones de dólares solo en la caída de las acciones de ayer. Las proyecciones para el próximo trimestre son catastróficas.
Pasó una página de su propio informe.
—He recibido llamadas personales del Secretario de Economía y del jefe de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores. Se avecinan investigaciones gubernamentales. Por fraude. Por manipulación de mercado.
La sala se quedó helada.
—Nuestros socios en Asia y Europa están reconsiderando sus inversiones. La confianza, el pilar sobre el que se construyó este consorcio durante un siglo, ha sido destrozada en una sola tarde.
Se sentó. El peso de sus palabras llenó la habitación.
Doña Elvira tomó la palabra. No habló como una abuela afligida. Habló como la matriarca del clan, la guardiana del legado.
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