Alejandro caminó por los pasillos de la mansión Alcázar.
El silencio era su único compañero.
Un silencio pesado, denso, que se pegaba a las paredes de mármol y absorbía el sonido de sus propios pasos.
Subió al dormitorio principal. La cama, que había compartido con Camila en una tregua forzada, estaba perfectamente tendida.
Pero el aire era diferente.
No había rastro de su perfume. Ni de su presencia.
Abrió el vestidor. El lado de Valeria estaba completamente vacío.
Sus vestidos de diseñador, sus hileras de zapatos, sus cajas de joyas... todo había desaparecido.
No había dejado ni una sola nota. Ni un solo mensaje.
Se había esfumado, llevándose consigo los restos de la vida que habían construido juntos.
Alejandro se quedó de pie en medio del vestidor vacío, sin sentir nada. Ni sorpresa, ni dolor. Solo un vacío inmenso y helado.
Bajó a la biblioteca, el licorero le pareció un viejo amigo. Se sirvió un whisky, el líquido ámbar apenas registró en su paladar.
Tomó su teléfono.
Marcó el número de Santiago Herrera, su amigo más cercano, el que siempre estaba allí.
La llamada se fue directamente al buzón de voz.
Frunció el ceño. Extraño. Santiago nunca apagaba el teléfono.
Marcó el número de otro amigo de su círculo íntimo. Buzón de voz.
Y otro. Y otro.
Nadie contestaba.
Las noticias del simposio, la traición de Valeria, su propia destitución... La información había viajado a la velocidad de la luz.
Y el veredicto había sido unánime.
Era un paria.
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