El sol del sábado por la tarde bañaba la terraza de Camila en una luz cálida y dorada.
El sonido de las risas infantiles flotaba desde el jardín, donde Isa y Daniela, ahora inseparables, jugaban a construir un castillo de hadas bajo un gran roble.
En la terraza, Camila y Fernando Beltrán estaban sentados en una cómoda sala de exterior, con una tableta y varios informes extendidos sobre la mesa de teca.
La conversación de negocios era fluida, eficiente.
—...así que si optimizamos la ruta de distribución basándonos en el algoritmo predictivo de "Nexus", podemos reducir los costos de combustible en un dieciocho por ciento —decía Fernando, señalando un gráfico en la pantalla.
—Y si integramos un sistema de mantenimiento predictivo para la flota, podemos reducir el tiempo de inactividad en otro siete por ciento —añadió Camila, su mente moviéndose a la misma velocidad que la de él.
Eran un buen equipo. Su colaboración se había convertido en el estándar de oro de la industria, una sinergia perfecta entre la innovación y la ejecución.
Cuando terminaron de revisar el último informe, se quedaron en silencio por un momento, un silencio cómodo, roto solo por los gritos de alegría de las niñas.
Ambos miraban hacia el jardín.
Isa le estaba poniendo una corona de flores a Daniela en la cabeza.
—Has construido algo increíble aquí, Camila —dijo Fernando de repente, su voz era baja y suave.
Ella se giró para mirarlo, confundida.
—¿El modelo financiero? Creo que todavía podemos optimizarlo.
—No —dijo él, negando con la cabeza—. No me refiero a la empresa.
Su mirada se encontró con la de ella, y su siguiente palabra abarcó todo lo que los rodeaba.
—Esto.
Hizo un gesto con la mano, un gesto que incluía la casa bañada por el sol, el jardín lleno de risas, la paz que se respiraba en el aire.
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