A las nueve de la mañana del lunes, Camila Elizalde entró en el imponente edificio del Consorcio Alcázar en San Pedro Garza García.
La gente la saludaba con respeto, aunque con una pizca de confusión en sus miradas. La esposa del CEO rara vez visitaba la oficina.-
Ella ignoró a todos, su rostro una máscara de serena determinación. Tomó el elevador privado hasta el último piso.
La oficina de Alejandro era un mundo aparte, un santuario de poder y lujo minimalista.
Javier, el asistente ejecutivo de Alejandro, se levantó de su escritorio al verla.
—Señora Alcázar, qué sorpresa. El señor Alcázar se encuentra en Nueva York.
Javier era un hombre eficiente y discreto. Siempre la había tratado con una cortesía impecable.
—Lo sé, Javier. No vengo a verlo a él. Vengo a verte a ti.
Su tono era tranquilo, pero firme. Dejó una carpeta delgada sobre el escritorio de Javier.
—Esta es mi carta de renuncia.
Javier parpadeó, sorprendido.
—¿Señora? Usted no… usted no trabaja aquí formalmente.
Camila sonrió, una sonrisa sin alegría.
—Tengo un puesto de “asesora” en el departamento de filantropía, ¿recuerdas? Un puesto que tu jefe creó para mantenerme ocupada. Renuncio. Es efectiva de inmediato.
El asistente abrió la carpeta. Dentro había una sola hoja, impresa y firmada. Era simple y directa.
Se quedó sin palabras. Sabía que la relación del matrimonio era fría, pero esto era un paso drástico.
—¿Debo informar al señor Alcázar de esto? —preguntó, con cautela.
Camila lo miró directamente a los ojos.
—Haz lo que consideres correcto.
Sabía perfectamente lo que Javier haría. Alejandro le había dejado claro a todo su personal, en más de una ocasión, que los asuntos de su esposa eran triviales y no debían molestarlo con ellos.
—Gracias por todo, Javier.
Se dio la vuelta y se marchó, dejando al asistente con la carta en las manos.
Javier observó su figura desaparecer en el elevador. Después de un momento de vacilación, archivó la carta.
No, no molestaría al señor Alcázar con esto. Tenía órdenes claras.
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