Las palabras de Valeria fueron como veneno inyectado directamente en el torrente sanguíneo.
"Está en la ducha".
Camila no dijo nada. No gritó. No insultó.
Simplemente colgó.
El clic del teléfono al cortar la llamada fue el único sonido en el apartamento silencioso. Se quedó mirando el aparato en su mano, su respiración era superficial y rápida. La furia era un incendio forestal en su interior, quemando todo a su paso.
Esperó.
Esperó a que Alejandro le devolviera la llamada. A que le diera una explicación, una excusa, una mentira.
Pero el teléfono permaneció en silencio.
La noche pasó en un borrón de trabajo febril. Camila canalizó su rabia en líneas de código, construyendo algoritmos complejos con una precisión letal. El trabajo era su única ancla en la tormenta.
A la mañana siguiente, no había dormido. Sus ojos estaban enrojecidos, pero su mente estaba clara como el cristal.
Sabía lo que tenía que hacer.
Condujo directamente a la mansión Alcázar.
La señora Elena, la ama de llaves, la recibió con una expresión de sorpresa y preocupación.
—Señora Camila...
—No se preocupe, Elena. No vengo a causar problemas. Solo vengo a esperar.
Subió las escaleras y se sentó en uno de los sillones del amplio pasillo del segundo piso, justo frente a la puerta del dormitorio principal.
Y esperó.
Rechazó el desayuno. Rechazó el café. Simplemente se sentó allí, inmóvil como una estatua, su determinación era una fuerza tangible en el aire.
Las horas pasaron lentamente.
Al caer la noche, escuchó el sonido del carro de Alejandro en la entrada, seguido de la risa de Isa.
Poco después, subieron las escaleras.
Alejandro se detuvo en seco al verla. La sorpresa en su rostro fue reemplazada rápidamente por una irritación helada. Isa corrió a abrazarla.
—¡Mami! ¿Qué haces aquí?
Camila besó la frente de su hija.
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