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La Genio Anónima: Mi Esposo Firmó el Divorcio Sin Saber Quién Soy romance Capítulo 60

La noche en la montaña era fría y clara. El crepitar de la gran fogata en la terraza era el centro de la reunión.

El grupo de Alejandro estaba animado. Bebían vino caro, contaban anécdotas y reían a carcajadas.

Camila seguía en su habitación, un piso más arriba, una ausencia notable en la celebración.

Fue Santiago Herrera quien, con una malicia juguetona, avivó las llamas.

—Alejandro, esto no puede ser —dijo en voz alta, atrayendo la atención de todos—. Tu esposa, encerrada arriba como una monja, mientras nosotros estamos aquí de fiesta. No es correcto. Tienes que subir y convencerla de que baje. Un verdadero esposo iría a buscarla.

La provocación quedó flotando en el aire. Todos miraron a Alejandro, esperando su reacción.

Valeria le lanzó una mirada tranquilizadora, segura de que él se negaría.

Pero para sorpresa de todos, Alejandro dejó su copa sobre la mesa y se puso de pie.

—Tienen razón —dijo, su rostro inescrutable—. Iré a verla.

Subió las escaleras con calma, dejando un silencio desconcertado a sus espaldas.

Llamó a la puerta de la habitación de Camila.

—Pasa.

La encontró sentada en el escritorio, la luz de la laptop iluminando su rostro concentrado. Ni siquiera se giró para mirarlo.

—Santiago y los demás creen que deberías bajar a la fiesta —dijo él, apoyándose en el marco de la puerta.

—Diles que sigo indispuesta —respondió ella, sin apartar la vista de la pantalla—. Tengo una videoconferencia en diez minutos.

—Van a pensar que estamos peleados.

Camila finalmente se giró. Lo miró con una calma que lo desarmó.

—No te preocupes. Si la abuela pregunta, le diré que me cuidaste muy bien, pero que el trabajo era demasiado urgente. Te cubriré la espalda. Podemos seguir con la actuación sin que yo esté presente.

Todos se quedaron perplejos. Valeria lo miró, una punzada de inseguridad pellizcando su corazón. ¿Por qué se molestaba tanto?

Unos minutos más tarde, Camila estaba en medio de su videoconferencia cuando alguien llamó a la puerta.

Era Alejandro, seguido por un mesero que llevaba una enorme bandeja de comida.

—No puedes trabajar sin comer —dijo él, indicándole al mesero que dejara la bandeja sobre la mesa de centro.

Camila lo miró, atónita, mientras sus colegas en la pantalla observaban la escena en silencio.

—¿Quién es ese, Cami? —preguntó uno de ellos a través de los altavoces de la laptop—. ¡Qué voz tan increíble!

Alejandro, que había escuchado el comentario, se detuvo junto a la puerta. Una sonrisa casi imperceptible, fugaz como una estrella, torció la comisura de sus labios.

Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente detrás de él.

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