El domingo por la mañana, Camila empacó su pequeña maleta de fin de semana con una eficiencia metódica.
No había prisa, pero tampoco había motivos para quedarse un minuto más de lo necesario.
Cuando bajó, los encontró a todos en la terraza, desayunando bajo el sol de la mañana. Alejandro, Valeria, Santiago e Isa. Una escena perfecta.
—Nos vamos —anunció, su voz era tranquila y neutral.
Isa corrió a abrazarla.
—¿Ya te vas, mami?
—Sí, mi amor. Tengo mucho trabajo esta semana. Te llamaré más tarde.
Le dio un beso en la frente a su hija y luego se dirigió al resto del grupo con un asentimiento de cabeza general.
—Que tengan un buen día.
No esperó respuesta. No miró a Alejandro. Simplemente se dio la vuelta y caminó hacia su auto.
El viaje de regreso a la ciudad fue un borrón de árboles y asfalto. El aire dentro del carro se sentía limpio, libre de la tensión sofocante de la villa.
En lugar de ir a su apartamento, condujo directamente a la casa de su familia.
El olor a pan recién horneado y el sonido de sus sobrinos jugando en el jardín la recibieron como un cálido abrazo.
Su tío Ricardo la estaba esperando en el porche.
—¡Cami! Qué bueno que vienes. Justo estábamos hablando de ti.
Pasaron la tarde en el patio trasero, rodeados por el caos feliz de la familia. Por primera vez en días, Camila se sintió relajada.
Fue durante el café cuando su tío sacó un sobre elegante de su bolsillo.
—Esto es para ti. Bueno, para ellos —dijo, tendiéndoselo.
Camila lo reconoció al instante. Era el estilo de las invitaciones que su abuela, Doña Inés, usaba para sus eventos importantes.
—La abuela cumple setenta el próximo mes —explicó Ricardo—. Va a hacer una gran fiesta en el Hotel St. Regis. Quiere que toda la familia esté allí.
Camila abrió el sobre. Dentro, una tarjeta grabada con letras doradas invitaba formalmente al Señor Alejandro Alcázar y Familia.
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