Al día siguiente, Camila intentó cumplir con su deber familiar.
Marcó el número de su cuñada, Carolina. Si iba a invitar a la familia Alcázar, tenía que hacerlo correctamente.
Carolina contestó al tercer tono, su voz sonaba apresurada y molesta.
—¿Qué quieres, Camila?
—Hola, Carolina. Te llamo por el cumpleaños de mi abuela. Quería hacerles llegar la invitación formalmente...
—No me interesa —la cortó bruscamente—. Lo que hagan tú y tu familia es irrelevante. Tengo cosas más importantes que hacer.
Y colgó.
Camila miró el teléfono en su mano, la línea muerta zumbando en su oído. La hostilidad de la familia de Alejandro era una muralla de hielo contra la que ya no tenía fuerzas para chocar.
Dejó el asunto por la paz. Si no querían ir, mejor.
El verdadero problema era otro: el regalo. Un cumpleaños número setenta era una ocasión trascendental. Necesitaba encontrar algo perfecto, algo que realmente hiciera feliz a su abuela.
Llamó a la única persona que podía ayudarla con un dilema de esa magnitud.
—Carla, necesito tu ayuda. Emergencia de regalo.
Su mejor amiga se rio al otro lado de la línea.
—Déjame adivinar. ¿Tu abuela?
—Cumple setenta. Tiene que ser algo especial.
—Tengo la solución perfecta. La próxima semana es la subasta benéfica anual de la Fundación Ortiz. Siempre tienen piezas de arte y antigüedades increíbles. Ahí seguro encuentras algo único.
La idea era brillante.
—El problema —añadió Carla—, es que es un evento súper exclusivo. Se necesita una invitación para entrar. Y yo no tengo ninguna.
Camila sintió una punzada de frustración.
Sabía quién sí las tenía. Alejandro era uno de los principales patrocinadores de la fundación. Recibía una decena de invitaciones cada año.
La idea de tener que pedirle un favor le revolvía el estómago. Pero era por su abuela.
—Mañana por la mañana las tendrás.
Subió la ventanilla y la pasó de largo, conduciendo hacia la casa.
A la mañana siguiente, un mensajero entregó un sobre en su oficina. Dentro, había dos invitaciones.
Camila sintió una extraña mezcla de alivio y vacío. Era tan simple para él. Un gesto sin importancia.
Esa misma tarde, mientras revisaba las noticias de sociales en línea para ver el catálogo de la subasta, una foto principal captó su atención.
La imagen mostraba un espectacular festival de fuegos artificiales iluminando el cielo nocturno sobre Valle de Bravo.
Y en primer plano, recortados contra la explosión de colores, estaban Alejandro y Valeria.
Él la tenía rodeada con un brazo, y ella apoyaba la cabeza en su hombro.
Ambos miraban al cielo, sus rostros iluminados por la luz de los cohetes y por algo más.
Parecían felices.

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