En el bar del vestíbulo, lejos del brillo del salón principal, el ambiente era más relajado.
Rodrigo Ibáñez estaba recostado en un sofá de cuero, con una copa de whisky en la mano, rodeado de un par de amigos.
—Esa Valeria Campos es una fiera, ¿eh? —comentó uno de ellos, impresionado—. Alcázar debe tenerla en un pedestal. No le negó ni un capricho.
—Es inteligente y hermosa. Sabe lo que quiere y cómo conseguirlo —añadió el otro—. Una mujer así es un trofeo.
Rodrigo dio un sorbo a su bebida, una sonrisa de suficiencia en sus labios.
—A diferencia de la otra.
—¿Te refieres a la esposa? —preguntó el primer amigo—. ¿Camila Elizalde?
Rodrigo resopló.
—Por favor. ¿La vieron? Sentada en un rincón toda la noche, con cara de funeral. Cero personalidad. Es bonita, sí, pero de una forma aburrida. Es como un mueble caro pero sin alma. No me extraña que Alcázar la haya cambiado.
Justo en ese momento, Valeria pasó junto a su grupo, de camino al tocador.
Escuchó la conversación. Una sonrisa satisfecha se dibujó en su rostro. Se detuvo un instante, y su mirada se encontró con la de Rodrigo. Le dedicó un asentimiento casi imperceptible, un gesto de complicidad entre ganadores.
Carla arrastró a Camila hacia una pequeña área de descanso cerca de la salida, lejos de las miradas curiosas.
Estaba temblando de rabia.
—¡No puedo creerlo! ¡No puedo creer la crueldad, la humillación! ¡Hacerte eso en público! ¡Y colgarte el teléfono! ¡Es un monstruo!
Le tendió a Camila una botella de agua.
—¿Estás bien? Di algo, por favor. Me estás asustando con ese silencio.
Camila tomó el agua y bebió un largo sorbo. Sus manos estaban firmes. Su rostro, sereno.
—Estoy bien, Carla.
—¡No, no estás bien! ¿Cómo podrías estarlo? ¡Cualquiera estaría destrozada!
Camila la miró, y por primera vez esa noche, una pequeña y extraña sonrisa apareció en sus labios. No era una sonrisa feliz. Era una sonrisa de liberación.
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