La calma que Camila había encontrado después de la subasta era frágil, como una fina capa de hielo sobre aguas profundas.
Se rompió al día siguiente, con una llamada de Carla.
—Cami, ¿estás sentada? —la voz de su amiga sonaba extrañamente tensa—. Tengo un chisme que te va a revolver el estómago.
Camila estaba en su apartamento, revisando unos documentos de Axon AI.
—¿Qué pasa?
—¿Recuerdas a mi prima, la que trabaja en bienes raíces de lujo? Acaba de cerrar la venta del siglo. Una de las mansiones nuevas en Bosques de las Lomas. Seiscientos millones de pesos.
Camila frunció el ceño, sin entender la relevancia.
—¿Y?
Hubo una pausa cargada de vacilación.
—El comprador fue Alejandro —dijo Carla en voz baja—. Y no es para él. La puso a nombre de la mamá de Valeria. Ángela Solís.
El mundo se detuvo. El aire se escapó de los pulmones de Camila.
Seiscientos millones. No era un departamento. No era un auto. Era una fortaleza. Un statement. Era Alejandro instalando a la familia de su amante en el corazón de la élite, dándoles un estatus que el dinero por sí solo no podía comprar.
Era una invasión. Una colonización de su mundo.
—¿Cami? ¿Sigues ahí?
—Sí —respondió ella, su voz era un susurro hueco—. Tengo que colgar.
No lloró. La rabia era tan fría y pesada que no dejaba espacio para las lágrimas. Se sentó en el sofá, mirando a la nada, durante casi una hora.
El impulso la llevó a su auto. Condujo sin rumbo, hasta que se encontró frente a las puertas de hierro forjado del sanatorio donde su madre pasaba los días, perdida en el laberinto de su propia mente.
Observó el edificio de paredes blancas, los jardines perfectamente cuidados. Quería entrar. Quería abrazar a su madre, aunque ella no la reconociera. Quería sentir esa conexión primordial.
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