La noche fue larga. Camila durmió poco, la imagen de la nueva mansión de la familia Campos grabada a fuego en su mente.
A la mañana siguiente, la necesidad de ver a su hija fue más fuerte que su orgullo.
Condujo a la mansión Alcázar. Isa estaba desayunando sola en el comedor. Al verla, su rostro se iluminó.
—¡Mami!
Camila la abrazó, el calor del pequeño cuerpo de su hija era el único bálsamo que podía calmar su corazón helado.
Pasó la mañana con ella, ayudándola con un rompecabezas. Cuando llegó la hora de irse, subió al antiguo dormitorio principal para buscar un libro que había dejado.
El cuarto estaba impecable, frío, impersonal. Como siempre.
Pero sobre el tocador, donde antes solo había frascos de perfume y fotos de su boda que ahora estaban guardadas, había dos cajas de terciopelo azul.
La curiosidad, un sentimiento que creía muerto, la impulsó a acercarse.
Abrió la primera caja.
Dentro, sobre un lecho de satén blanco, descansaba el panel de seda bordado. Las cien aves del paraíso brillaban bajo la luz de la mañana, sus colores vibrantes parecían burlarse de ella.
Su corazón se detuvo.
Con manos temblorosas, abrió la segunda caja.
El collar y los aretes de esmeraldas y diamantes destellaron, lanzando reflejos verdes por toda la habitación.
Eran las piezas de la subasta. Las piezas que Valeria le había arrebatado.
Bajó las escaleras como en un trance. Isa estaba en la sala, jugando.
—Isa, mi amor. ¿Sabes quién trajo esas cajas que están arriba, en el tocador?
La niña levantó la vista de sus juguetes.
Finalmente, en el fondo de una tienda polvorienta, lo encontró.
Era un exquisito juego de escritorio de plata de principios del siglo XIX. Un tintero, un secante y una pluma finamente labrados, con un monograma casi borrado por el tiempo. No era ostentoso. No costaba millones.
Pero tenía alma. Tenía historia. Era algo que su abuela, una mujer de letras y de gustos refinados, apreciaría de verdad.
Lo compró sin dudarlo.
Era su regalo. Un regalo de nieta a abuela.
No necesitaba a Alejandro. No necesitaba sus millones, ni sus limosnas envueltas en terciopelo.
Salió de la tienda, la pequeña caja de madera bajo el brazo.
El sol de la tarde le dio en la cara, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía respirar de nuevo.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Genio Anónima: Mi Esposo Firmó el Divorcio Sin Saber Quién Soy