A la mañana siguiente, el teléfono de Camila vibró. Era un mensaje de la maestra de Isa.
Adjunta venía una fotografía.
En la imagen, Alejandro y Valeria estaban sentados juntos en una de las pequeñas sillas del aula de preescolar. Escuchaban atentamente a la maestra, que estaba de pie frente a ellos. Parecían la pareja de padres perfecta: atractivos, serios y comprometidos.
El texto debajo de la foto decía: "¡Gracias por venir a la reunión! Fue un placer platicar con ustedes sobre los progresos de la pequeña Isa".
Camila miró la foto, la sonrisa perfectamente ensayada de Valeria, la expresión seria y protectora de Alejandro.
No sintió celos. Sintió una extraña y fría distancia. Como si estuviera viendo una película sobre la vida de otras personas.
Borró el mensaje.
El sábado, Isa la llamó.
—¡Mami! ¡Quiero ir a esquiar! ¡Papá dijo que me llevaría si tú vienes!
La voz de su hija estaba llena de una emoción esperanzada. Era una trampa, una prueba.
—Lo siento, mi amor —dijo Camila, su voz era suave pero firme—. Este fin de semana no puedo. Tengo mucho trabajo atrasado.
—¡Pero no es justo! ¡Nunca tienes tiempo para mí! —protestó Isa, su voz al borde del llanto.
—Te prometo que lo compensaré pronto. Diviértete mucho con tu papá. Te quiero.
Colgó antes de que el berrinche pudiera escalar, un nudo de culpa apretándole el pecho. Pero se mantuvo firme. Tenía que hacerlo.
Ese mismo día, sin embargo, Camila estaba en las montañas.
El aire frío y puro llenaba sus pulmones mientras se deslizaba por una pendiente suave en el exclusivo resort de esquí de Valle Nevado.
A su lado, Fernando Beltrán la guiaba con la paciencia de un instructor experto.
Un poco más abajo, una niña pequeña con un traje de esquí rosa chillón gritaba de alegría.
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