Una semana después, el proyecto conjunto entró en su fase final. La colaboración, aunque tensa, había sido exitosa.
Para celebrar la culminación, Alejandro Alcázar decidió organizar una cena.
—Quiero invitar a todo tu equipo, David —le dijo por teléfono, su tono era inusualmente conciliador—. Y al de Valeria también. Para limar asperezas y celebrar el logro.
David Romero estaba a punto de negarse rotundamente. La idea de sentarse a la misma mesa que Valeria Campos y su séquito le revolvía el estómago.
Miró a Camila, que estaba en su oficina. Ella se encogió de hombros.
—Es trabajo, David. A veces hay que ser diplomático.
A regañadientes, David aceptó.
Esa noche, se reunieron en un restaurante privado y exclusivo. La atmósfera era forzadamente cordial.
Alejandro actuaba como el anfitrión perfecto, moviéndose entre las mesas, asegurándose de que todos estuvieran cómodos.
Valeria, a su lado, sonreía y reía, desempeñando el papel de primera dama con una gracia consumada.
Camila y David se mantuvieron en su rincón, platicando en voz baja con sus ingenieros, manteniendo una distancia prudente.
La cena terminó sin incidentes. Cuando los equipos comenzaron a dispersarse, Alejandro se acercó a su mesa.
—David, Camila. Gracias por venir. Y por su excelente trabajo.
Fue la primera vez en meses que pronunciaba su nombre con algo que no fuera desdén.
Salieron del restaurante y se dirigieron al estacionamiento subterráneo. El aire frío y el olor a concreto reemplazaron el bullicio del restaurante.
Camila y David caminaban unos pasos por delante, dirigiéndose a su auto.
Detrás de ellos, Alejandro y Valeria se reían de algo.
De repente, de las sombras entre dos pilares de concreto, una figura se abalanzó.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: La Genio Anónima: Mi Esposo Firmó el Divorcio Sin Saber Quién Soy