El despacho del licenciado Peña era un santuario de caoba y cuero que olía a éxito y a discreción. Era conocido en los círculos legales por ser implacable, astuto y, sobre todo, increíblemente caro.
David Romero hizo las presentaciones y luego, con un gesto de confianza, se retiró a la sala de espera. Este era el campo de batalla de Camila, y ella tenía que librarlo sola.
El licenciado Peña, un hombre de unos cincuenta años con ojos agudos detrás de unas gafas de diseñador, leyó el acuerdo de divorcio en un silencio absoluto. Pasó las páginas con una velocidad sorprendente, su expresión no cambió en absoluto.
Cuando terminó, cerró la carpeta y se recostó en su silla, juntando las yemas de los dedos.
—Señora Elizalde —dijo, su voz era grave y mesurada—. He manejado cientos de divorcios en mi carrera. Muchos de ellos, de alto perfil. Y puedo decirle, con total certeza, que nunca había visto un acuerdo como este.
Hizo una pausa, su mirada fija en ella.
—Esto no es un acuerdo de divorcio. Es una capitulación incondicional.
Camila asintió, sin inmutarse.
—Financieramente, es más que generoso. Es casi una donación. El señor Alcázar está asumiendo todos los pasivos fiscales y legales. Le está entregando activos libres de cualquier carga. Es, en papel, el mejor trato que podría obtener.
—¿Y la trampa? —preguntó Camila.
El licenciado Peña sonrió por primera vez, una sonrisa delgada y apreciativa.
—La trampa es la custodia. Es absoluta. Incondicional. Renuncia usted a todos los derechos parentales primarios. Él tendrá la última palabra en todo: educación, salud, lugar de residencia. Usted tendrá un régimen de visitas, sí, pero siempre a discreción de él.
—Entiendo.
La calma de ella lo desconcertó.
—Señora Elizalde, con un acuerdo financiero como este, podríamos luchar por la custodia compartida. Podríamos argumentar coacción emocional...
—No —lo interrumpió Camila, su voz era suave pero inquebrantable—. No habrá ninguna lucha. No quiero una guerra.
El abogado la estudió durante un largo momento, viendo más allá de la ropa elegante y la belleza serena. Vio un acero que no esperaba.
—Como usted ordene —dijo finalmente, rindiéndose—. El acuerdo, desde un punto de vista puramente legal y financiero, es impecable. Y extrañamente ventajoso para usted.
Tomó una pluma de su escritorio, una Montblanc pesada y negra.
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