El silencio de la mansión era un océano denso y pesado.
Abril subió las escaleras de mármol sin hacer un solo ruido. Sus pies descalzos se deslizaron sobre la alfombra de lana del pasillo del segundo piso. Cada paso era deliberado, impulsado por una necesidad desesperada y masoquista de confirmar la verdad.-
Ya no había esperanza a la que aferrarse. Solo quedaba la cruda realidad.
La puerta del estudio de Simón, al final del pasillo, estaba entreabierta. Una delgada franja de luz se derramaba sobre la oscuridad, como una cicatriz luminosa.
Se acercó, pegando su cuerpo a la pared. El corazón le latía tan fuerte que temía que él pudiera escucharlo desde el interior de la habitación.
Entonces lo oyó.
Era la voz de Simón. Pero no era la voz fría y distante que usaba con ella. Era baja, cálida, con un matiz de ternura que Abril no había escuchado dirigida hacia ella en años. Era una voz que dolía, porque le recordaba todo lo que había perdido, o más bien, todo lo que nunca había tenido.
Contuvo la respiración y se asomó por el resquicio de la puerta.
Simón estaba sentado frente a su escritorio, de espaldas a ella, mirando la pantalla de su laptop. Estaba en una videollamada.
Y en la pantalla, sonriendo con una suficiencia que traspasaba el monitor, estaba el rostro de Valentina Salazar.
Abril se quedó paralizada, una estatua de sal en medio del pasillo. Podía escuchar su conversación con una claridad aterradora.
—Te dije que lo haría.
La voz de Simón era casi un susurro cómplice.
—¿Te gustó la sorpresa?
Valentina inclinó la cabeza, su cabello rubio cayendo sobre su hombro. Su voz era melosa, seductora, el ronroneo de un gato que acaba de conseguir lo que quiere.
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